domingo, 13 de octubre de 2013

¿QUERÉS UN MATE?


*Por Cristina Fernández



-Buen día, ¿Querés un mate?

Cuando probé el mate no podía decidir si me había gustado o no. La primera cuestión con la que choqué fue: 

-¿Y todo el mundo bebe de la misma pajita?

-No se llama pajita, se llama bombilla, y sí, el mate se comparte pasándolo de uno a otro. Una vez que te lo sirven te lo bebés todo y se vuelve a cebar con yerba y agua, para pasárselo a otro; ah, y no te olvidés de demostrar que te lo has terminado, tenés que sorber hasta que suene a vacío.

Esto y otras muchas cosas las conocí durante mi estancia en Argentina.

Viví durante unos años en un lugar llamado el  Valle de Pancanta en el departamento del Coronel Pringles, provincia de San Luis, en el centro de Argentina. Estábamos rodeados de hectáreas y hectáreas de nada, con mucho pasto a veces verde y a veces pura paja y unos árboles que apuntaban como dedo acusador el lugar donde vivía alguien más, todo ello inclinado hacia el Sur rindiendo pleitesía a un viento que azotaba de forma perenne todo el año.

Cerca del valle había una gruta, más tarde supe que se la conocía como  la Gruta de Hinti –Huasi, que en quetchua significa casa del Sol. Pues bien, a la entrada de esa gruta es donde me ofrecieron esa bebida hasta entonces desconocida que era el mate.

-¿Querés un mate?

La mano que me alargaba esa especie de vaso hecho de madera con una pajita, perdón, bombilla, era una mano nervuda que temblaba ligeramente dando muestras de un cansancio del que no te recuperas con el sueño, el cansancio de la vejez, aunque no parecía tan viejo.

Después de instruirme en el arte del mate, el anfitrión de la gruta, del que era convidada, me contó parte de sus andanzas.

Me dijo que era de la provincia de Santa Cruz, de un lugar llamado Puerto Deseado, en la Patagonia.

De pequeño, su madre que no podía encargarse de él, lo llevaba a una quinta donde vivían unas inglesas a las que ayudaba en las labores de la finca y que a cambio le daban cobijo, comida y algunas clases de piano, decían que para alimentar su espíritu. De esto último, pensaba que podía haber prescindido y mejor le hubiera venido más cantidad de otro tipo de alimentos, no tan poco palpables como esas notas musicales que a veces veía bailar, mientras de reojo se relamía viendo esos deliciosos plumcakes, que las encantadoras inglesitas tenían más como decoración, que como acompañamiento a ese té aguado que le esperaba si hacía bien la lección de piano.

Cuando se hizo mayor, se fue a buscar fortuna a la provincia de Buenos Aires; pero los años que corrían no eran propicios para las aventuras y los ideales. Su trabajo diario era una continuación de su vida anterior. Era peón en una estancia, haciendo rodeos, marcando vacas y reparando vallas de sol a sol. Al final de la jornada, en la cabaña que compartía con otros mozos, era cuando volaba más lejos; su mente se liberaba y sus pensamientos contaban vivencias que nunca habían sido, pero que aún tenían la esperanza de ser. 

Poco a poco fue conociendo a sus compañeros y empezaron a crearse lazos de hermandad entre ellos. Por las noches y a la luz de los cigarros y de leños esparcidos en una hoguera improvisada, se contaban esos pensamientos, muchas veces mezclados con duras experiencias vividas, que se decían en voz alta para darles el halo de irrealidad que rodea a los cuentos y hacer como que nunca ocurrieron.

Uno de los muchachos nunca hablaba. Se quedaba expectante mirando al fuego y fumando mientras escuchaba las historias de los demás. Pero una noche, después de beber y fumar un rato, cuando se acallaron las guitarras que sonaban con algún que otro lamento a lo Martín Fierro, empezó diciendo:

-Nunca me gustó estudiar. Nunca quise ir a la capital y nunca quise nada más que andar por los campos a caballo.

-Mi madre me decía que debí haber nacido en otros tiempos, que había nacido viejo.

-Mis compañeros en la escuela siempre andaban buscando pleitos, luchando por ideales inocentes de la juventud...

Y el muchacho que nunca había hablado narró sin ahorrar ningún espeluznante detalle, por qué dejó su pueblo, un lugar llamado Ciudad Juárez, tratando de salvar la poca humanidad que en él quedaba. Describió cómo, ya en Argentina, un tiempo después empezó a reconocer el valor de la vida, el sentido de lo que era justo y de lo que no. 

Desde pequeños, decía, tenían la sensación de que solo eran marionetas a manos de los reyes de la ciudad, que se paseaban por todos los rincones engalanados con la corona de la corrupción y el cetro de la muerte. 

La única salida que había encontrado estaba en los libros que un americano, al que todos creían su padre, le llevaba en la visita que les hacía cada mes desde que podía recordar. En los libros encontró la alegría de los juegos compartidos en la calle al salir del colegio, el feliz ajetreo de las fiestas familiares y la nerviosa emoción de las primeras salidas adolescentes. Todo lo que la realidad le había negado, con ese capricho del destino que había decidido que en Ciudad Juárez no valían las mismas reglas que en el resto del mundo. 

Un día cuando el americano se marchaba, sin que le vieran se escondió en el maletero y con su ayuda consiguió escapar.

El mexicano, terminando con un reproche hacia sí mismo por su cobardía, bajó la voz entonando una especie de rezo, pidiendo que algún día su pueblo quedara destronado y que los cementerios acogieran  gustosos a ese cetro de corrupción y a la corona de la muerte.

-¿Sabés qué le pasó a ese mejicano pelotudo?

El infeliz volvió a su pueblo armado del amor desesperado que te agarra por tu tierra cuando estás lejos de ella.

Cada vez que oía de un nuevo horror, acompañado de otra cruz en ese gran cementerio en el que se había convertido Ciudad Juárez, era una recarga de coraje  que se insuflaba por cada poro de su piel para anegar su espíritu de rabia y decisión.

Y así, se preparó para cortar los hilos que anclaban su ciudad a la desesperanza y a la muerte. Pero la muerte le encontró a él y le cortó sus alas, y con ellas hizo la cruz que encabeza su tumba. Una más en Ciudad Juárez, el gran cementerio mexicano.

-Las ideas, las convicciones, la libertad; mi compadre murió por sus palabras.
Tiempo después recibí un paquete, venía de Méjico. Era un atado de libros muy usados y encima de ellos un trozo de papel que decía:
 “Argentino, aquí te dejo mis armas, ojalá te sirvan mejor que a mí”

Mi anfitrión siguió hablando como si yo no estuviera delante y de pronto con lágrimas en los ojos, haciendo un receso en sus recuerdos:

-En fin, ¿Por qué me ha venido esto a la cabeza?, yo solo quería convidarte a unos mates. Pero acordáte de esto: las palabras se parecen al mate, lo podés tomar amargo o lo podés tomar dulce, te lo pueden cebar largo y que casi todo sea agua o te lo pueden cebar corto, con mucha yerba. Dependerá de ti el que te guste más o menos, pero siempre lo podés compartir con alguien que a medida que vayás tomando, más acabarás conociendo. Yo, ya ves, estoy encantado de haberte conocido.

EL BUEN POLICÍA




*Por Begoña López Izquierdo



Fragmento de la Introducción al libro ‘Ciudad Juárez: el poder de la palabra’, de Benjamín Cifuentes. Ed. El Faro, 2022

México, primavera de 2013. Mi nombre es Augusto Velasco, soy policía en Ciudad Juárez y creo ser un buen policía. De lo que estoy seguro es que soy policía por vocación, porque no recuerdo –desde que era bien chamaquito- haber deseado ser otra cosa. No siempre he estado aquí ni siempre fui un buen policía. Recién acabada la academia me destinaron a Monterrey, donde conocí a mi mujer y vi nacer y crecer a mis dos hijas. Entonces era un policía de honor, de los buenos de verdad. Era joven, crédulo, entusiasta y bastante bobo; tanto como para no ver que cuando mis superiores me dijeron que sería un gran policía si trabajaba codo a codo con ellos no se estaban refiriendo precisamente a dejarse la piel por el cumplimiento de la Ley. 

En consecuencia, y con el didáctico propósito de que aprendiera a comportarme, fui trasladado a Ciudad Juárez. ‘Eres un pendejo, hijo. Tú y tus tonterías idealistas’, fue el gran apoyo de mi padre. ‘Ni loca me voy contigo a semejante infierno. Allí te las veas tú solito, a jugar a héroe de película’, me espetó mi mujer, con el mismo ánimo consolador de mi padre, cuando se lo conté entre quesadilla y quesadilla.
Tampoco era mi intención llevarme a mi familia a mi nuevo destino. Todos sabemos lo que pasa en Ciudad Juárez y es de psicópata malnacido llevarse a tres mujeres a un lugar donde sus vidas valen menos que el papel con el que se limpian el culo.

Así que marché solo a la chingada de destino que me habían empapelado. Ya no era tan joven ni ingenuo ni entusiasta y había aprendido la lección: allí donde fueras, haz lo que vieras. Tengo una gran capacidad de adaptación, sobre todo si no tenerla implica acabar el día y tu vida entera con un agujero en la frente que no tenías al levantarte por la mañana; pero aun así, establecí unos límites que me propuse no cruzar nunca.

Por eso digo que creo ser un buen policía. No he matado a nadie que no se lo mereciera. No he torturado ni violado a ningún ser vivo en mis cuarenta y cuatro años de vida. Mis peores pecados son una extorsión por allí, un trato de favor por acá, un soborno por acullá, dos hostias puntuales si alguno se me pone chulo… pero poca cosa más. Bueno sí: vista gorda, mucha vista gorda. Por la cuenta que me trae. Aquí es la norma: ‘plata o plomo’, o coges la pasta de buena gana y haces como que no pasa nada o te meten una bala en el pecho y tampoco pasa nada.

No me miren así, ¿qué querían que hiciera? Aquí los malos, esos que sí matan, torturan, violan y además disfrutan con ello, son legión. Con uniforme y sin él, políticos, jueces  y traficantes, ricachones y poderosos, todos a partes iguales, todos de tú a tú. Si alguien decidiera hacer limpia en el Cuerpo de Policía quedarían los efectivos justitos para un equipo de básket y entonces, ¿quién defendería a la población de los otros malos? 

No cuate, no. Se ve que las cosas están bien como están; si no, ¿por qué los que pueden no luchan realmente contra ello? Mira que hay mierda por todo México, pero en Ciudad Juárez es más espesa y maloliente; es el paraíso de los malos por vocación. Supongo que, mientras estén aquí y maten aquí, no molestan ni matan en otras partes, así que tampoco vayamos a ponernos muy dignos. No soy ningún Mario o Marisela Escobedo, ni un Javier Felipe ‘El Negro’, ni una Susana Chávez. Alguna vez soñé con serlo, pero se me pasó a base de miedo.

Aun así, hace años que no puedo dormir. Años en los que he intentado sin éxito exculparme con los argumentos que les acabo de exponer. Sé que llegará un momento en que la cosa se ponga fea, que querrán que sobrepase mis límites o se empeñarán en dar brillo y esplendor a la institución policial de México (que más me temo yo lo primero que lo segundo). Tengo entendido que hay personas fuera de este país que se preocupan por lo que pasa en Ciudad Juárez; es triste que hayan tenido que morir tantas mujeres para que eso ocurriera, pero lo importante es que hay ojos que se han vuelto hacia nosotros y quieren ayudar. El joven policía de honor pugna por liberarse y luchar contra aquellos que piensan que la vida ajena no vale nada y contra los que les protegen y financian.  

No puedo hacerlo desde México, seré valiente pero no suicida. Buscaré ayuda fuera, entre esos ojos que nos ven y esas voces que se alzan. Me marcharé con toda mi familia y empezaré a darle sentido a mi vida. Se lo debo a mis hijas, a los hijos e hijas de México, a las familias de esas pobres muchachas asesinadas y a mí mismo, a mi joven policía de honor. Él ha despertado y ahora podré dormir tranquilo.


Augusto Velasco Martínez, Zacatecas 1969. Fundador del movimiento ‘Vivir sin miedo’. Premio Nobel de la Paz 2020


CANCIÓN URGENTE A UN CADÁVER ADOLESCENTE (A las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez)


*Por José Cercas


Nadie te destacó entre las sombras,
a ti que jugabas con la tierra
a ser la parte indivisible del barro.
A ti que te escondías para descubrir, en los labios,
los secretos del asombro,
la voz de la primavera entre los dientes y el beso.


Nunca llegaste más tarde de la alegría,
ni tan siquiera fuiste la cenicienta,
aquella de los ojos claros y el corazón ausente.
Tu cometa nunca subió a lo más alto del vuelo,
ni construiste castillos de mazapán sobre la mesa.
Nunca tus labios recorrieron el improperio
más allá del silencio acristalado de tu casa.


Pero te llevaron a la selva más amarga de la noche,
donde las hienas de voz en sangre
lamen a sus presas antes de devorarlas.
Tomaron de tus carnes la más adolescente,
la carne más urgente de tu cuerpo de niña,
y hundieron el deseo en tus senos blancos
también la saliva y el improperio
probaron, entonces, de tu cadáver el tacto perdido.
Nadie te destacó entre las sombras
pero tu cuerpo mancillado tiritó
sobre la tierra fría del crepúsculo.

 

 

LA PALABRA INVISIBLE


* Por María Carvajal


Quise escribir sobre los feminicidios de Ciudad Juárez
pero me topé contra la inexistencia léxica de su concepto.
Quise escribir que los académicos hacen del feminicidio
una palabra invisible que debería ser nombre propio
y ni siquiera es nombre común.

Quise escribir sobre las miradas volteadas de los gobernantes
que esconden los gritos bajo la arena del desierto.
Porque la negrura de México se consideró una pandemia
y aun hoy se expande enfermando todos los mapas.
Porque mi editor de textos subraya la palabra
de color rojo como una confusión provocada,
insistiendo en que borre o cambie su destino.

Entonces, cómo escribir sobre la barbarie oculta,
la sangre encubierta, el dolor silenciado,
si quienes tienen el poder ni siquiera
le dan la importancia suficiente
como para asignarle un nombre digno de un diccionario.
Porque la palabra es turbia como quien consiente
y es oscura como quien la entierra.
Y me pregunto por qué existe el acto y no la palabra.
Y me pregunto por qué todos hablan de Ciudad Juárez
y nadie os dice “Cuidad Juárez”.


** La palabra “feminicidio” no está recogida en el diccionario de la RAE.

ADELITA

* Por Vicente Rodríguez Lázaro


El sol daba sus últimos bostezos tras un día de ajetreo sobre Ciudad Juárez. El Cerro Bola recogía sus últimas confidencias, bastantes de ellas sórdidas, y las guardaba en sus profundos recovecos. Desde su apartamento de la avenida Paseo de la Victoria, la joven Guadalupe contemplaba el crepúsculo con serenidad mientras amamantaba a su hija, nacida hacía tres meses.
Vertía sobre ella tanto amor como agresiones recibiera solo un año atrás. La violencia en la ciudad continuaba como una plaga difícil de erradicar y aún estaba fresco en su memoria el recuerdo de un pasado reciente y cruel.
Su hermana Candelaria y ella misma habían sido víctimas del machismo de las bandas sobre las jóvenes juarenses Ella supo desde un principio quién la había asesinado. Le vio merodeando cerca de ella varias veces en aquella misma avenida, se lo advirtió; pero; confiada por vivir muy alejada de las zonas conflictivas, no le hizo caso. Era demasiado hermosa para pasar desapercibida ante esos demonios.
Transcurridas las primeras jornadas, donde el dolor por la pérdida la inhabilitaba para reflexionar y tomar decisiones, se propuso poner en marcha un plan con el fin de vengar a su hermana y hacer justicia.
Tras unos primeros días de vacío acabó viendo al agresor, siempre rodeado de otros machitos como él, alardeando, acosando a las muchachas a plena luz del día en las calles, sabedor de la impunidad que le concedía una ciudad acobardada y repleta de intereses contrapuestos.
No le resultó difícil conocer la rutina del hampón. Le siguió a una distancia prudencial en varias ocasiones y durante la noche, oculta en su automóvil, comprobaba su hora de salida del bar El Cristo Negro, cercano al cerro donde se habían producido múltiples ataques y violaciones. Así, una noche de luna llena, lo vio salir medio tambaleándose y solo del establecimiento, venciendo el lógico temor que le producía aquel sujeto surgió del coche y se cruzó ante él. Este se le encaró enseguida, le dijo que era muy guapa y le pidió que le acompañara señalando hacia el Cerro del Cristo Negro. Guadalupe se agarró a su cintura y sonriéndole aceptó. Él le preguntó que cómo se llamaba y ella le dijo que Adelita. “Como la de la canción”, le contestó el bárbaro. “Sí, como la de la canción” asintió ella.
Llegaron al abrigo de la falda montañosa, ella comenzó a desnudarse, dejó los vaqueros, el suéter y la ropa interior sobre la arena y se tumbó. Él se limitó a bajarse los pantalones, a echarse sobre ella y a dejar el cinturón a un lado (quizás con la intención de estrangularla después de haber gozado de su cuerpo). Los efectos del alcohol retardaron su puesta en acción; pero tras algún que otro escarceo la penetró con fuerza. Guadalupe notó en su interior el calor húmedo de la eyaculación y durante unos instantes, el bruto se relajó sobre la mujer, momento que ella aprovechó para sacar una jeringuilla de los vaqueros y clavársela en el glúteo izquierdo, inyectándole por completo su contenido, después lo empujó a un lado y se puso en pie. Era enfermera y le había introducido un fuerte producto anestésico de efecto rápido. El hombre intentó incorporarse; pero fue incapaz, nada en su corpachón respondía a sus órdenes. Guadalupe, como en un ritual, le colocó bien los pantalones y se los abrochó, recogió el cinturón para llevárselo como trofeo y lo puso junto a su ropa. Tomó un cuchillo de cocina oculto en un bolsillo del pantalón, bien afilado, y se arrodilló junto al rostro del violador. “Esto es por mi hermana”. “¡Vete al infierno!” Le espetó con coraje. Un tajo preciso y profundo le segó la yugular. La sangre del réprobo surgió de la fuente abierta en su cuello y se integró en el paisaje junto con la inocente que un día tras otro lo regaba manchando su alma con la insidia.
Tras comprobar que el asesino había muerto, Guadalupe se vistió, se dirigió hacia el vehículo con discreción, procurando que nadie la viera, y desapareció de aquel paraje maldito con la seguridad de haber sido juez y verdugo al mismo tiempo.
Aguardó unos días sin salir del apartamento. Nadie la echó en falta en el hospital porque se hallaba de vacaciones. Cuando las noticias divulgaron el asesinato del canalla, que fue atribuido a un ajuste de cuentas entre narcotraficantes, Guadalupe supo que podía estar tranquila, nada ni nadie la relacionaría con el suceso.
Quedó embarazada, de hecho ella buscó esa posibilidad. Era su deseo que la semilla de maldad se convirtiera en el origen de un bien. Ella volcaría todo su cariño en esa criatura, en ese producto de una acción violenta, en nombre de su hermana, en nombre de todas las mujeres arrasadas por la locura y borradas para siempre del sendero de la vida en aquel entorno mancillado por el vicio.

LA ESQUINA SUPERIOR DEL ALA DE LA MARIPOSA




* Por Chelo Pineda Pizarro


Dobló con esmero la esquina superior del ala de la mariposa y la depositó delicadamente sobre la cama. Recorrió con la mirada las diversas estancias de la casa y comprobó satisfecha que todo estaba como ella había previsto. Diversos retales de tela de su vestido de novia se repartían por la cocina, el salón, el dormitorio y el cuarto de baño. Variaban de tamaño, pero no de forma, y en ellos estaba escrita una fecha. La primera riña, la primera cachetada, el primer tirón de pelos, la primera paliza…

El retal de la cocina hacía mención a aquella vez que tras horas preparando tamales, su marido los arrojó al suelo con un gesto despectivo diciendo que le pidiera la receta a su suegra. La mariposa encima de la tele recordaba aquella vez que le gritó: ¡Ya, cállate, estúpida, qué sabrás tú de política!

Pero ahora todo eso no importaba. Había soportado golpes y humillaciones por el bien de su hija. Pero ella ya se encontraba lejos. Cruzó el río y ahora cuidaba de dos niños regordetes y de mejillas sonrosadas. Veinte años guardando el dinero entre las enaguas de su vestido de novia. Sisando de aquí y de allá. Cosiendo por las noches, acudiendo a la maquila, arreglando habitaciones en las Posadas del Amor, donde había visto de todo menos ese sentimiento que anunciaban los neones.

Con la mariposa de la cama, acababa de dar forma al último trozo de tela de su vestido nupcial. Era la más grande, pero allí también había sufrido las más graves afrentas. El cuello y los puños de encaje, adornados con los botones de nácar heredados de la abuela, estaban en la bolsa que le había entregado a su hija para que se salvara.


Imagen cedida por la autora.

EL ARMA DE LA INDIFERENCIA


* Por Francisco Rodríguez Criado

Confieso que el pasado año acogí con bastantes reservas la invitación a participar en el II Encuentro de Escritores por Ciudad Juárez. No soy ningún entusiasta de las reuniones de escritores per se, así que me pregunté de qué serviría que algunos de nosotros (muchos, en realidad, pues el acto se celebraba en numerosas ciudades de todo el planeta) nos reuniéramos para repetir en voz alta cosas tan básicas como que matar es una vileza o que todo el mundo tiene derecho a salir a la calle sin miedo a ser asesinado. Mi pregunta no era nada retórica, era la misma pregunta que tantas veces me había hecho cuando, después de un asesinato de ETA, escuchaba en la radio o veía en la televisión a los políticos de turno denostar la enésima acción terrorista de la banda armada.

Y hoy me tomo nuevamente la libertad de aferrarme a la duda para plantearme de qué sirve escribir unas palabras llenas de humanidad a favor de la paz en un territorio sin ley que está a miles de kilómetros de la sala en la que ahora nos encontramos. Insisto: ¿de qué sirve quejarse y protestar de que Ciudad Juárez sea una de las ciudades más peligrosas del planeta, si la violencia obedece a sus propias leyes y previsiblemente no se va a detener ante nuestras buenas intenciones? ¿De qué sirve criticar el terrorismo, la violencia, la inseguridad ciudadana si sabemos que estas no se van a dejar abatir por la caricia de la pluma?

Mis dudas no parten del desprecio a los derechos de los juarenses, sino al escepticismo de que un congreso de escritores sirva para restaurar esos derechos. Pero al final yo mismo vuelvo a responderme con estas palabras: ayudar un poco o incluso muy poco es en la mayoría de las ocasiones nuestra única oportunidad de ayudar mucho.

María Carvajal, la persona que me invitó y me invita a estos actos por Ciudad Juárez, me contó que Antonio Flores, uno de los promotores de la idea, había venido en alguna ocasión a Europa y de regreso a Ciudad Juárez tenía que habituarse con gran esfuerzo a la terrible sensación del miedo a recibir un disparo en cualquier momento. Dejadme que imagine: lo que más le gustó a Antonio durante sus vacaciones en Europa seguramente no fueron la torre Eiffel, el Museo del Prado, el Puente de Londres o el barrio judío de Praga. No, imagino que lo que más le fascinó fue caminar por una calle cualquiera de un barrio cualquiera a una hora cualquiera, libre del toque de queda, sin la aprensión de que un disparo perdido pudiera acabar con su vida.

En Ciudad Juárez mueren cada año miles de personas (para no deprimirme, en esta ocasión evito consultar las estadísticas), y los demás, los que aún están vivos, se van muriendo más rápidamente que nosotros, porque el miedo endémico ¿no es acaso una forma de morir en vida?

Por tanto el motivo por el que nos encontramos un año más aquí (o al menos el motivo por el que yo lo hago) no es la certeza de que escribir y leer unas líneas vayan a acabar con la violencia totalitaria de una ciudad que se desangra día a día. Si estamos hoy aquí es porque no hacerlo hubiera sido otro crimen más: el de la indiferencia. Aun reconociendo que este gesto con Ciudad Juárez puede ser una ayuda más bien pequeña, no hacerlo, insisto, sería un desprecio muy grande a sus posibilidades de normalización. Quejarse y denunciar la violencia en Ciudad Juárez, el terrorismo de ETA o el acoso doméstico que sufre la vecina del quinto son actos éticos que posiblemente no terminarán con estas lacras, pero por lo menos le niegan el carné de normalidad a unos actos que cualquier persona de bien considera anormales.  

Los habitantes de Ciudad Juárez no viven, sobreviven. No obstante, es necesario recordar –algo que no hacen las indigestas estadísticas– que la inmensa mayoría de los juarenses repudia la violencia e intenta vivir en paz. Indignarse por las malas acciones de los pocos, reflexiono ahora, nunca puede ser algo inane; lo que estamos haciendo abiertamente con nuestras escasas armas es defender los derechos de los muchos.

Si no existieran encuentros como este, si no se alzara la voz voluntariosa de millones de personas contra las injusticias de Ciudad Juárez y de otros lugares en perenne conflicto, si no nos lleváramos las manos a la cabeza y no nos estremeciéramos cuando observamos en televisión que el terrorismo ha vuelto a hacer una de las suyas, si –en definitiva– no nos indignáramos ante la actividad del incesante mal, ese mal acabaría por imponer sus criterios y llegaría un día en que pensaríamos que matar, robar, extorsionar o traficar con drogas son actividades como otras cualesquiera, es decir, aceptables.  

Creo que hoy estamos apoyando este acto a favor de la paz en Ciudad Juárez no tanto porque nos creamos capaces de acabar de un plumazo con la violencia sino para insistir en que las bases de una sociedad humana deben regirse por valores donde esa  violencia no tiene cabida. La ayuda que hoy le prestamos a Ciudad Juárez posiblemente sea pequeña, o incluso muy pequeña, pero si calláramos, si cerráramos los ojos y nos tapáramos los oídos, le estaríamos causando un daño posiblemente irreparable a una ciudad que lucha por sobrevivir. Cerrar los ojos y los oídos ante la violencia es otra forma sutil de empuñar un arma.

sábado, 5 de octubre de 2013

FOTOS DEL III ENCUENTRO DE ESCRITORES POR CIUDAD JUÁREZ

 
 
FOTOS DEL III ENCUENTRO DE ESCRITORES POR CIUDAD JUÁREZ
 
 
 
 
Estas son las fotos de los participantes del III Encuentro de Escritores por Juárez que se desarrolló en Cáceres (España) el pasado sábado 28 de septiembre de 2013.
 
Gracias a todos los participantes y asistentes por haber hecho posible este acto.
Gracias también al Restaurante Corregidor de Cáceres por ofrecernos su espacio.
 
 
                                                                 *****

El sábado 28 de septiembre de 2013 teníamos una cita en el Restaurante Corregidor de Cáceres (España). Se trataba de la celebración del III Encuentro de Escritores por Ciudad Juárez. Una vez más, la voz de los cacereños tenía que escucharse allá donde se encontraban nuestros hermanos juarenses. Los participantes comenzaron a llegar de forma puntual y se fueron acomodando en la sala. Saludos, besos y sonrisas se mezclaban en el ambiente mientras se trataba de preparar la proyección del vídeo de uno de los participantes. Finalmente, por problemas técnicos no fue posible proyectarlo, pero sí se proyectó el vídeo del pasado año como introducción al acto. Más tarde, las palabras de Francis, responsable del Restaurante Corregidor, dejaron claro que tenemos una responsabilidad de compromiso hacia esas personas que sufren cada día, sea por la causa que sea y estén donde estén.

En este caso se trataba de apoyar al pueblo juarense que desde hace años viene sufriendo la injusticia, el miedo y la impotencia. También sufren la indiferencia de las autoridades que no plantean soluciones a esta situación. Hoy Ciudad Juárez es un lugar que lucha con esperanza para que las desapariciones de mujeres, los feminicidios y otros actos de violencia, en su mayoría procedentes de temas relacionados con el narcotráfico, se extingan para siempre.

Tras la lectura del Manifiesto, los participantes fueron interviniendo aportando así su grano de arena a esta causa.
El acto duró casi dos horas y, una vez terminado, los participantes y asistentes se quedaron charlando de forma animada y en un ambiente distendido mientras tomaban algo en la cafetería del restaurante.
Ojalá el próximo año volvamos a reunirnos, no para pedir la paz en Ciudad Juárez sino para celebrar el fin de la barbarie.

Aquí tenéis las fotos del Encuentro. Disculpas a los participantes que salen en las primeras fotos, que están borrosas por un error de ajuste en la cámara.
 
Un saludo.